EL GENOVÉS
Pocos minutos después de la
medianoche del día 16 de enero de 1314, una mujer embozada en una capa negra sale
del Palacio por una puerta secreta que conecta sus aposentos con un túnel. Recorre
unos cincuenta metros hasta alcanzar una angosta escalera de piedra que
desemboca directamente en el borde del río.
Hace frío y una intensa niebla
lo cubre todo. Un hombre, alto y corpulento vestido también con una capa, la
ayuda a subir a un pequeño bote. Toma asiento en un extremo y la embarcación
parte lentamente. La mujer clava la mirada en el suelo para ocultar su rostro.
En el silencio de la noche se escucha el acompasado sonar de los remos.
En unos minutos alcanzan la
orilla opuesta y el hombre, después de tirar la amarra, ayuda a la mujer a
abandonar el bote.
-Esperadme en este mismo lugar
en una hora, dice ella al tiempo que se aleja rápidamente y se pierde en el
laberinto de calles que se encuentran en la margen izquierda del Sena.
Se adentra unos metros y se
encuentra en una callejuela muy estrecha donde hay un negocio cuyas vidrieras
están tapadas con gruesos cortinados. Se acerca a la puerta y golpea
suavemente. Se enciende una luz y alguien abre presuroso.
-¡Majestad! Pasad.
-¿Os sorprende mi visita,
Genovés?
Ferruccio Balzarini, llamado
El Genovés, era un alquimista de mucho renombre por aquella época en París. Un
pasado oscuro lo había hecho huir de su tierra natal, pero nadie se atreve a
indagar en su vida, ya que goza del favor de la realeza. De su persona
emana una actitud falsamente servil.
-¡Para nada, Majestad!
Habíamos acordado esta visita pero no la esperaba hasta pasado mañana. Venid,
seguidme, os atenderé en la trastienda, estaremos más seguros.
El hombre, bajo y esmirriado,
de larga barba gris y de mirada de acero abre la puerta que lleva a los fondos
del local y entra, seguido de la joven, en una habitación donde debe abrirse
camino entre mesas repletas de frascos con líquidos de diferentes colores,
alambiques, bombonas y retortas.
-¿Tenéis listo lo que os encargué?
-Falta pasarlo a un frasco. Lo
haré enseguida.
-¿Cómo pasarlo? Eran dos pociones.
-Sí, Majestad, seguro. El
afrodisíaco y “el otro”.
-¿Seguro que “el otro” será
efectivo?
-Es vitriolo y del mejor.
-No quiero que sufra, a pesar
de que a mí no me ha ahorrado ninguna pena. Preferiría que fuese rápido.
-Así será.
Y presentándole dos pequeños
frascos le dice en tono sombrío:
-Éste de menor tamaño y de
líneas sencillas contendrá el veneno, y el de diseño más primoroso será el del
amor.
La mujer espera que el
alquimista termine su trabajo y cuando el le entrega los frascos, los coloca con
cuidado en una bolsa de terciopelo que está sujeta ala cintura.
-El oro que hay en el mundo no
alcanzaría para pagaros, Genovés… no imagináis cuán agradecida estoy. Decidme
cuánto os debo.
-Id tranquila, me pagaréis
cuando todo haya terminado.
Y con una reverencia la acompaña
hasta la puerta.
Ella mira a ambos lados y se encamina
nuevamente hacia el río con paso rápido apretando contra sí la bolsa con el
preciado contenido.
La embarcación la está
esperando. El botero, en su puesto, la ayuda a subir por segunda vez. La mujer
se ubica y suspira aliviada, ya está lista la mitad del plan, piensa, quizás la
más difícil.
Vuelve a recorrer la escalera
de piedra y el túnel hasta aparecer de nuevo en su cámara. Guarda los frascos
en un estuche que tenía escondido en un arcón y se prepara para acostarse.
Pronto se acabarán sus pesares, su marido no la hará sufrir más y su adorado conde
caerá a sus pies rendido de amor. Su último pensamiento antes de dormirse es para
Ferruccio Balzarini. ¡Que fidelidad la de ese hombre! Está segura que no
dudaría en dar la vida por su reina.
A la mañana siguiente una
agitación inusual invadió el palacio. Las mujeres, desde las parientes de la
reina hasta sus camareras lloraban y gritaban. Los caballeros iban de aquí para
allá sin rumbo fijo y el rey
estaba encerrado en su cuarto y no quería ver a nadie. Su Majestad había
amanecido estrangulada en su propio lecho; el arcón, revuelto y rota la caja
donde guardaba los frascos que habían desaparecido.
Mientras se preparaban los
funerales de la reina el caballero Roberto d´Auilly fue hecho prisionero. De
nada valieron las peticiones de clemencia que hicieron su familia y los
prelados. El mismo día en que trasladaban el cadáver de la reina a Saint Denis
su presunto amante fue colgado en la Plaza de Grève. Entre la multitud que presenció
la ejecución había un viejo, flacucho y esmirriado de larga barba gris. El
alquimista genovés era, ante todo, fiel a su rey.
Kika
2009