ERA EN HAEDO
No era en Ramos Mejía como yo
pensaba. Ella me lo recordó cuando la llamé.
-No te olvides José Luis , tenés que bajar en
Haedo.
Seguía viviendo en el mismo
lugar y todavía se acordaba de que yo siempre me confundía y me bajaba una
estación antes.
-Nos vemos en una semana
querida.
Hubiera deseado hablar un poco
más pero el maldito celular, en el fondo del bolsillo del saco, comenzó a
sonar. En esos días yo andaba detrás de un negocio y estaba obligado a atender
pero no soportaba la musiquita. Era nuevo y aún no lo había configurado a mi
gusto.
Mamá me preguntaba a que hora
iba a ir a comer y porque le contestaba de esa manera, que parecía que su
llamado me molestaba, que iban a venir los chicos también y que si quería
llevar la ropa para lavar no había problema.
¿Llamaría a Susana de nuevo?
Descarté la idea. Ya no tenía
sentido hacerlo, si la iba a ver seguro me contaría que había hecho todos estos
años.
El día era gris y amenazaba
tormenta. Preferí tomar el tren. Esos lugares no me gustaban nada. No me sentía
seguro y además la casa estaba a dos cuadras de la estación. Pero no
había tenido en cuenta esto del tiempo. Ni siquiera tenía un miserable
paraguas.
Mi preocupación por la lluvia
cesó de golpe cuando lo vi. Parado en el andén de enfrente, (venía de Moreno).
Me miraba fijo y tenía una maldita campera, de esas que sirven para la lluvia,
el frío, la nieve, el granizo y la escarcha.
Me llevaba ya algunos puntos
de ventaja.
No me dejé amedrentar. Se lo
veía algo encorvado y muy canoso. Yo conservaba mi físico atlético y mi pelo oscuro
que olía a champú de calidad, era brillante y con algunas canas que me daban
aspecto de galán. Yo sé que mi ascendencia indígena me habría de servir con los
años. En la escuela me decían “cabecita negra” despectivamente. Los verdaderos
amigos me decían “Negro” con cariño. Ella, también.
“¿Qué hago?” pensé. “¿Me hago
el sota y apuro el paso o voy hacia él y lo saludo y vamos juntos hasta lo de
Susanita?”
Cualquiera de las dos opciones
me parecían de cuarta pero la de hacerme el boludo era peor, así que apronté el
paso y fui a su encuentro.
El cielo se oscurecía velozmente.
En su cara se dibujó una
sonrisa cuando se dio cuenta de que era yo, hasta ahí no estaba muy seguro, me
dijo después. Le parecía nomás.
Los anteojos le achicaban la
mirada pero seguía teniendo esa carita de ángel que gustaba tanto a las
mujeres.
-¡Che viejo, tanto tiempo!
Exclamó mientras me estampaba un sonoro beso en la mejilla derecha acompañado
de un fuerte apretón de manos. En mi bolsillo comenzó a sonar el celular.
El se apartó de manera
prudente y me dejó libertad para atender.
De nuevo mamá. ¿Por donde
andás? Ojo con el auto que hay alerta meteorológico y puede que haya granizo.
Mirá que con estas tormentas los árboles suelen caerse. Lo mejor es quedarse en
casa. Che, no es para que te enojés.
Es increíble todas las
palabras que pueden contener diez segundos.
Todo bien mamá, quedate
tranquila.
Y corté.
-¡Qué bien estás! y pasó su
mano por sobre mis hombros como si fuésemos amigos de toda la vida.
Su alegría parecía sincera
pero hacía treinta años que no nos veíamos.
Tanta familiaridad me
confundió un poco. Más de lo que estaba.
Comenzamos a caminar bajo una
lluvia de gotones gruesos y separados.
-Che, viejo, no me acuerdo de
tu nombre. Me dijo avergonzado.
-No te preocupés, yo tampoco
del tuyo. Mentí, mentí como el peor. No sé si el hacía lo mismo aunque me
seguía pareciendo sincero.
-Me decían “El Negro” pero me
llamo José Luis.
-¡Claro! ¡Ahora sí! José Luis Ferrero, ¿no?
-Sí ¡que memoria tenés!
-La lista, pibe, la lista, no
te la olvidás nunca; Alcaraz, Arcuri, Benitez,…
-¿Y vos?
-Luis, Luis Alberto Carro.
-¡Ah sí! ¡Es cierto! Seguí mintiendo.
Lo tuve presente cada día
durante los últimos treinta años. No hubo mañana que no me despertase sin
acordarme de él.
Su voz me llegó desde lejos.
-Ya estamos, esta es la casa.
La lluvia arreciaba y nos
golpeaba furiosa con ráfagas entrecruzadas.
Mi saco sport se iba
estropeando de a poco.
La puerta se abrió.
-Buenas tardes, señores. ¿Qué
andan buscando?
La señora mayor que nos
atendió tenía los ojos parecidos a los de Susana. Pero no podía ser, era mayor,
mayor. Muy mayor.
-Somos amigos de Su…. Comenzó
a decir Luis Alberto.
-Sana, continué yo.
La señora dio un respingo y
miró al piso. Enseguida nos hizo pasar a un saloncito y nos ofreció café que
aceptamos gustosos.
La tormenta se había
transformado en un vendaval de lluvia y granizo. Me alegré de haber dejado el
auto. El seguro no me iba a reconocer ni ahí. Esa compañía era una porquería.
Cuando volvió con el café se
sentó enfrente nuestro y nos preguntó de donde conocíamos a su hija.
-Del secundario. Dijo Luis
Alberto.
-Quinto primera. Agregué yo.
-Ustedes no saben nada,
entonces.
-¿Nada de qué señora? Hablamos
con ella el martes pasado. Dijo Luis
Alberto desconcertado.
-Quedamos en pasar a visitarla
hoy. Continué yo.
Ambos nos dimos cuenta que hizo un esfuerzo
para seguir hablando y después de un largo suspiro dijo:
-Mi hija… murió hace dos días.
Estaba bien pero…
-¿Qué?????????? Los dos al
unísono.
-Estaba haciendo tratamiento y
había mejorado pero se complicó con un aneurisma. ¡Pobrecita! ¡Tan joven! Dejó
seis hijos y un marido desesperado. ¿Se imaginan?
-Pero si hablamos el martes
pasado… balbuceó Luis Alberto.
Yo:
-Hace menos de una semana.
Dije más firme.
Él:
-Quedamos en venir hoy. ¿Sabe?
Éramos amigos, muy amigos los tres.
La buena educación y la
congoja de la señora me impidieron decirle cuatro frescas ahí nomás. “Era mi
novia desde primer año, vos me la robaste, grandísimo desgraciado”
La señora sacó un pañuelo y
fue a cerrar los postigones. Afuera parecía de noche. Se escuchaba el golpe de
una ventana. Ella pidió disculpas y subió.
Después de tomar el café y
conversar, la mamá de Susana al parecer necesitaba
desahogarse, partimos nuevamente.
La lluvia había cesado y las
nubes se estaban yendo. Hacía frío.
Pensé “ella me dijo que no me
equivocara, que era Haedo, que yo siempre me bajaba una antes, y ahora está
muerta”.
Esta vez cada uno tomó para
lados contrarios aunque sabíamos que nos veríamos de nuevo en la estación. Pero él iría hacia Moreno y yo hacia la Capital. Ambos pensaríamos
lo mismo durante el trayecto.
Eso teníamos en común.
Al verlo nuevamente en el
andén se me ocurrió que éramos uno donde convivían dos hombres: el que la amó y
el que la abandonó.
El cielo se oscureció por
segunda vez en el día.
“Todo esto es una mierda”
pensé y corrí hasta la punta de la estación. Alcancé a cruzar delante del tren. Los
pocos transeúntes me miraban sorprendidos. Escuché al pasar: “¡Qué
irresponsable!, así suceden los accidentes”
Me vio cuando ya las puertas
se habían cerrado. A través de los vidrios su mirada denotaba compasión. El
insulto se diluyó en mi boca con un gusto amargo.
Volví a cruzar para esperar mi
tren. En ese momento el celular vibró en mi bolsillo. Tanteé la tecla de
apagado. No podía hablar, necesitaba tiempo para reflexionar. Si era mi madre
peor para ella y si era lo del negocio en vista, a lo mejor sería yo el
perjudicado. Y bueno, quizás mañana se aclararían las ideas.
Alcancé a entrar cuando el vendaval
arreciaba de nuevo y con más fuerza.
Kika
2009