martes, 30 de octubre de 2012


ERA EN HAEDO

 

No era en Ramos Mejía como yo pensaba. Ella me lo recordó cuando la llamé.

-No te olvides José Luis, tenés que bajar en Haedo.

Seguía viviendo en el mismo lugar y todavía se acordaba de que yo siempre me confundía y me bajaba una estación antes.

-Nos vemos en una semana querida.

Hubiera deseado hablar un poco más pero el maldito celular, en el fondo del bolsillo del saco, comenzó a sonar. En esos días yo andaba detrás de un negocio y estaba obligado a atender pero no soportaba la musiquita. Era nuevo y aún no lo había configurado a mi gusto.

Mamá me preguntaba a que hora iba a ir a comer y porque le contestaba de esa manera, que parecía que su llamado me molestaba, que iban a venir los chicos también y que si quería llevar la ropa para lavar no había problema.

¿Llamaría a Susana de nuevo?

Descarté la idea. Ya no tenía sentido hacerlo, si la iba a ver seguro me contaría que había hecho todos estos años.

 

El día era gris y amenazaba tormenta. Preferí tomar el tren. Esos lugares no me gustaban nada. No me sentía seguro y además la casa estaba a dos cuadras de la estación. Pero no había tenido en cuenta esto del tiempo. Ni siquiera tenía un miserable paraguas.

Mi preocupación por la lluvia cesó de golpe cuando lo vi. Parado en el andén de enfrente, (venía de Moreno). Me miraba fijo y tenía una maldita campera, de esas que sirven para la lluvia, el frío, la nieve, el granizo y la escarcha.

Me llevaba ya algunos puntos de ventaja.

No me dejé amedrentar. Se lo veía algo encorvado y muy canoso. Yo conservaba mi físico atlético y mi pelo oscuro que olía a champú de calidad, era brillante y con algunas canas que me daban aspecto de galán. Yo sé que mi ascendencia indígena me habría de servir con los años. En la escuela me decían “cabecita negra” despectivamente. Los verdaderos amigos me decían “Negro” con cariño. Ella, también.

“¿Qué hago?” pensé. “¿Me hago el sota y apuro el paso o voy hacia él y lo saludo y vamos juntos hasta lo de Susanita?”

Cualquiera de las dos opciones me parecían de cuarta pero la de hacerme el boludo era peor, así que apronté el paso y fui a su encuentro.

El cielo se oscurecía velozmente.

En su cara se dibujó una sonrisa cuando se dio cuenta de que era yo, hasta ahí no estaba muy seguro, me dijo después. Le parecía nomás.

Los anteojos le achicaban la mirada pero seguía teniendo esa carita de ángel que gustaba tanto a las mujeres.

-¡Che viejo, tanto tiempo! Exclamó mientras me estampaba un sonoro beso en la mejilla derecha acompañado de un fuerte apretón de manos. En mi bolsillo comenzó a sonar el celular.

El se apartó de manera prudente y me dejó libertad para atender.

De nuevo mamá. ¿Por donde andás? Ojo con el auto que hay alerta meteorológico y puede que haya granizo. Mirá que con estas tormentas los árboles suelen caerse. Lo mejor es quedarse en casa. Che, no es para que te enojés.

Es increíble todas las palabras que pueden contener diez segundos.

Todo bien mamá, quedate tranquila.

Y corté.

-¡Qué bien estás! y pasó su mano por sobre mis hombros como si fuésemos amigos de toda la vida.

Su alegría parecía sincera pero hacía treinta años que no nos veíamos.

Tanta familiaridad me confundió un poco. Más de lo que estaba.

Comenzamos a caminar bajo una lluvia de gotones gruesos y separados.

-Che, viejo, no me acuerdo de tu nombre. Me dijo avergonzado.

-No te preocupés, yo tampoco del tuyo. Mentí, mentí como el peor. No sé si el hacía lo mismo aunque me seguía pareciendo sincero.

-Me decían “El Negro” pero me llamo José Luis.

-¡Claro! ¡Ahora sí! José Luis Ferrero, ¿no?

-Sí ¡que memoria tenés!

-La lista, pibe, la lista, no te la olvidás nunca; Alcaraz, Arcuri, Benitez,…

-¿Y vos?

-Luis, Luis Alberto Carro.

-¡Ah sí! ¡Es cierto!  Seguí mintiendo.

Lo tuve presente cada día durante los últimos treinta años. No hubo mañana que no me despertase sin acordarme de él.

Su voz me llegó desde lejos.

-Ya estamos, esta es la casa.

La lluvia arreciaba y nos golpeaba furiosa con ráfagas entrecruzadas.

Mi saco sport se iba estropeando de a poco.

La puerta se abrió.

-Buenas tardes, señores. ¿Qué andan buscando?

La señora mayor que nos atendió tenía los ojos parecidos a los de Susana. Pero no podía ser, era mayor, mayor. Muy mayor.

-Somos amigos de Su…. Comenzó a decir Luis Alberto.

-Sana, continué yo.

La señora dio un respingo y miró al piso. Enseguida nos hizo pasar a un saloncito y nos ofreció café que aceptamos gustosos.

La tormenta se había transformado en un vendaval de lluvia y granizo. Me alegré de haber dejado el auto. El seguro no me iba a reconocer ni ahí. Esa compañía era una porquería.

Cuando volvió con el café se sentó enfrente nuestro y nos preguntó de donde conocíamos a su hija.

-Del secundario. Dijo Luis Alberto.

-Quinto primera. Agregué yo.

-Ustedes no saben nada, entonces.

-¿Nada de qué señora? Hablamos con ella el martes pasado. Dijo Luis Alberto desconcertado.

-Quedamos en pasar a visitarla hoy. Continué yo.

 Ambos nos dimos cuenta que hizo un esfuerzo para seguir hablando y después de un largo suspiro dijo:

-Mi hija… murió hace dos días. Estaba bien pero…

-¿Qué?????????? Los dos al unísono.

-Estaba haciendo tratamiento y había mejorado pero se complicó con un aneurisma. ¡Pobrecita! ¡Tan joven! Dejó seis hijos y un marido desesperado. ¿Se imaginan?

-Pero si hablamos el martes pasado… balbuceó Luis Alberto.

Yo:

-Hace menos de una semana. Dije más firme.

Él:

-Quedamos en venir hoy. ¿Sabe? Éramos amigos, muy amigos los tres.

La buena educación y la congoja de la señora me impidieron decirle cuatro frescas ahí nomás. “Era mi novia desde primer año, vos me la robaste, grandísimo desgraciado”

La señora sacó un pañuelo y fue a cerrar los postigones. Afuera parecía de noche. Se escuchaba el golpe de una ventana. Ella pidió disculpas y subió.

Después de tomar el café y conversar, la mamá de Susana al parecer necesitaba

desahogarse, partimos nuevamente.

 

La lluvia había cesado y las nubes se estaban yendo. Hacía frío.

Pensé “ella me dijo que no me equivocara, que era Haedo, que yo siempre me bajaba una antes, y ahora está muerta”.

Esta vez cada uno tomó para lados contrarios aunque sabíamos que nos veríamos de nuevo en la estación. Pero él iría hacia Moreno y yo hacia la Capital. Ambos pensaríamos lo mismo durante el trayecto.

Eso teníamos en común.

 

Al verlo nuevamente en el andén se me ocurrió que éramos uno donde convivían dos hombres: el que la amó y el que la abandonó.

El cielo se oscureció por segunda vez en el día.

“Todo esto es una mierda” pensé y corrí hasta la punta de la estación. Alcancé a cruzar delante del tren. Los pocos transeúntes me miraban sorprendidos. Escuché al pasar: “¡Qué irresponsable!, así suceden los accidentes”

Me vio cuando ya las puertas se habían cerrado. A través de los vidrios su mirada denotaba compasión. El insulto se diluyó en mi boca con un gusto amargo.

Volví a cruzar para esperar mi tren. En ese momento el celular vibró en mi bolsillo. Tanteé la tecla de apagado. No podía hablar, necesitaba tiempo para reflexionar. Si era mi madre peor para ella y si era lo del negocio en vista, a lo mejor sería yo el perjudicado. Y bueno, quizás mañana se aclararían las ideas.

Alcancé a entrar cuando el vendaval arreciaba de nuevo y con más fuerza.

 

Kika

2009