lunes, 5 de agosto de 2013

El Genovés


EL GENOVÉS

 

Pocos minutos después de la medianoche del día 16 de enero de 1314, una mujer embozada en una capa negra sale del Palacio por una puerta secreta que conecta sus aposentos con un túnel. Recorre unos cincuenta metros hasta alcanzar una angosta escalera de piedra que desemboca directamente en el borde del río.

Hace frío y una intensa niebla lo cubre todo. Un hombre, alto y corpulento vestido también con una capa, la ayuda a subir a un pequeño bote. Toma asiento en un extremo y la embarcación parte lentamente. La mujer clava la mirada en el suelo para ocultar su rostro. En el silencio de la noche se escucha el acompasado sonar de los remos.

En unos minutos alcanzan la orilla opuesta y el hombre, después de tirar la amarra, ayuda a la mujer a abandonar el bote.

-Esperadme en este mismo lugar en una hora, dice ella al tiempo que se aleja rápidamente y se pierde en el laberinto de calles que se encuentran en la margen izquierda del Sena.

 

Se adentra unos metros y se encuentra en una callejuela muy estrecha donde hay un negocio cuyas vidrieras están tapadas con gruesos cortinados. Se acerca a la puerta y golpea suavemente. Se enciende una luz y alguien abre presuroso.

-¡Majestad! Pasad.

-¿Os sorprende mi visita, Genovés?

 

Ferruccio Balzarini, llamado El Genovés, era un alquimista de mucho renombre por aquella época en París. Un pasado oscuro lo había hecho huir de su tierra natal, pero nadie se atreve a indagar en su vida, ya que goza del favor de la realeza. De su persona emana una actitud falsamente servil.

-¡Para nada, Majestad! Habíamos acordado esta visita pero no la esperaba hasta pasado mañana. Venid, seguidme, os atenderé en la trastienda, estaremos más seguros.

El hombre, bajo y esmirriado, de larga barba gris y de mirada de acero abre la puerta que lleva a los fondos del local y entra, seguido de la joven, en una habitación donde debe abrirse camino entre mesas repletas de frascos con líquidos de diferentes colores, alambiques, bombonas y retortas.

-¿Tenéis listo lo que os encargué?

-Falta pasarlo a un frasco. Lo haré enseguida.

-¿Cómo pasarlo? Eran dos pociones.

-Sí, Majestad, seguro. El afrodisíaco y “el otro”.

-¿Seguro que “el otro” será efectivo?

-Es vitriolo y del mejor.

-No quiero que sufra, a pesar de que a mí no me ha ahorrado ninguna pena. Preferiría que fuese rápido.

-Así será.

Y presentándole dos pequeños frascos le dice en tono sombrío:

-Éste de menor tamaño y de líneas sencillas contendrá el veneno, y el de diseño más primoroso será el del amor. 

 

La mujer espera que el alquimista termine su trabajo y cuando el le entrega los frascos, los coloca con cuidado en una bolsa de terciopelo que está sujeta ala cintura.

-El oro que hay en el mundo no alcanzaría para pagaros, Genovés… no imagináis cuán agradecida estoy. Decidme cuánto os debo.

-Id tranquila, me pagaréis cuando todo haya terminado.

Y con una reverencia la acompaña hasta la puerta.

Ella mira a ambos lados y se encamina nuevamente hacia el río con paso rápido apretando contra sí la bolsa con el preciado contenido.

La embarcación la está esperando. El botero, en su puesto, la ayuda a subir por segunda vez. La mujer se ubica y suspira aliviada, ya está lista la mitad del plan, piensa, quizás la más difícil.

Vuelve a recorrer la escalera de piedra y el túnel hasta aparecer de nuevo en su cámara. Guarda los frascos en un estuche que tenía escondido en un arcón y se prepara para acostarse. Pronto se acabarán sus pesares, su marido no la hará sufrir más y su adorado conde caerá a sus pies rendido de amor. Su último pensamiento antes de dormirse es para Ferruccio Balzarini. ¡Que fidelidad la de ese hombre! Está segura que no dudaría en dar la vida por su reina.

 

A la mañana siguiente una agitación inusual invadió el palacio. Las mujeres, desde las parientes de la reina hasta sus camareras lloraban y gritaban. Los caballeros iban de aquí para allá sin rumbo fijo y el rey estaba encerrado en su cuarto y no quería ver a nadie. Su Majestad había amanecido estrangulada en su propio lecho; el arcón, revuelto y rota la caja donde guardaba los frascos que habían desaparecido.

 

Mientras se preparaban los funerales de la reina el caballero Roberto d´Auilly fue hecho prisionero. De nada valieron las peticiones de clemencia que hicieron su familia y los prelados. El mismo día en que trasladaban el cadáver de la reina a Saint Denis su presunto amante fue colgado en la Plaza de Grève. Entre la multitud que presenció la ejecución había un viejo, flacucho y esmirriado de larga barba gris. El alquimista genovés era, ante todo, fiel a su rey.    

 

Kika

2009