martes, 8 de septiembre de 2020

ERA EN HAEDO

 

ERA EN HAEDO

 

No era en Ramos Mejía como yo pensaba, si no una estación más. Ella me lo aclaró por teléfono.

-No te olvides José Luis, tenés que bajar en Haedo.

Me quedé pensando. “¡Habían pasado treinta años y todavía se acordaba que yo siempre me confundía!”

Seguía viviendo en el mismo lugar.

 

El día era gris y amenazaba tormenta. Preferí tomar el tren. Esos lugares no me gustaban nada. No me sentía seguro y además la casa estaba a dos cuadras de la estación. Pero no había contado con esto del tiempo. Ni siquiera tenía un miserable paraguas.

Mi preocupación por la lluvia cesó de golpe cuando lo vi. Parado en el andén de enfrente, (venía de Moreno). Me miraba fijo y tenía una maldita campera, de esas que sirven para la lluvia, el frío, la nieve, el granizo y la escarcha.

Me llevaba ya algunos puntos de ventaja.

No me dejé amedrentar. Se lo veía algo encorvado y muy canoso. Yo conservaba mi físico atlético y mi pelo oscuro que olía a champú de calidad, era brillante con algunas canas que me daban aspecto de galán. Yo sé que es por mi ascendencia indígena que para algo habría de servir con el tiempo. En la escuela me decían “cabecita negra” despectivamente. Los verdaderos amigos me decían “Negro” con cariño. Ella, también.

“¿Qué hago?” pensé. “¿Me hago el sota y apuro el paso o voy hacia él y lo saludo y vamos juntos hasta lo de Susanita?”

Cualquiera de las dos me parecían de cuarta pero la de hacerme el boludo era peor, así que apronté el paso y fui a su encuentro.

El cielo se oscurecía velozmente.

En su cara se dibujó una sonrisa cuando se dio cuenta de que era yo, hasta ahí no estaba muy seguro, me dijo después. Le parecía nomás.

Los anteojos le achicaban la mirada pero seguía teniendo esa carita de ángel que gustaba tanto a las mujeres.

-¡Che viejo, tanto tiempo! Exclamó mientras me estampaba un sonoro beso en la mejilla derecha acompañado de un fuerte apretón de manos.

Me di cuenta en ese momento que su alegría era sincera.

-¡Qué bien estás! y pasó su mano por sobre mis hombros como si fuésemos amigos de toda la vida.

Hacía treinta años que no nos dábamos ni cinco.

Tanta familiaridad me confundió un poco, todavía más de lo que estaba.

Comenzamos a caminar bajo una lluvia de gotones gruesos y separados.

-Che, viejo, no me acuerdo de tu nombre. Me dijo avergonzado.

-No te preocupés, yo tampoco del tuyo. Mentí, mentí como el peor. No sé si el hacía lo mismo aunque me seguía pareciendo sincero.

-Me decían “El Negro” pero me llamo José Luis.

-¡Claro! ¡Ahora sí! José Luis Ferrero, ¿no?

-Sí ¡que memoria tenés!

-La lista, pibe, la lista, no te la olvidás nunca; Alcaraz, Arcuri, Benitez,…

-¿Y vos?

-Luis, Luis Alberto Carro.

-¡Ah sí! ¡Es cierto!  Seguí mintiendo.

Lo tuve presente cada día durante los últimos treinta años. No hubo mañana que no me despertase sin acordarme de él.

Su voz me llegó desde lejos.

-Ya estamos, esta es la casa.

La lluvia arreciaba y nos golpeaba furiosa con ráfagas entrecruzadas.

Mi saco sport se iba estropeando de a poco.

La puerta se abrió.

-Buenas tardes, señores. ¿Qué andan buscando?

La señora mayor que nos atendió tenía los ojos tan parecidos a Susana. Pero no podía ser, era mayor, mayor. Muy mayor.

-Somos amigos de Su…. Comenzó a decir Luis Alberto.

-Sana, continué yo.

La señora dio un respingo y miró al piso.

-¿No saben nada? Añadió bajando la voz.

-¿Nada de quéseñora? Hablamos con ella el martes pasado. Dijo Luis Alberto desconcertado.

-Quedamos en pasar a visitarla hoy. Continué yo.

-Pasen por favor. ¿Son amigos de…?

-Del secundario. Dijo Luis Alberto.

-Quinto primera. Agregué yo.

La tormenta se había transformado en un vendaval de lluvia y granizo. Me alegré de haber dejado el auto. El seguro no me iba a reconocer ni ahí. Esa compañía era una mierda.

Nos sentamos en un saloncito. La señora ofreció café y los dos aceptamos gustosos.

-Mi hija… comenzó a decir la dama, murió hace dos días. Estaba bien pero…

-¿Qué?????????? Los dos al unísono.

-Estaba haciendo tratamiento y había mejorado pero se complicó con un aneurisma. ¡Pobrecita! ¡Tan joven! Dejó seis hijos y un marido desesperado. ¿Se imaginan?

-Pero si hablamos el martes pasado… balbuceó Luis Alberto.

-Hace menos de una semana. Dije yo más firme.

Él:

-Quedamos en venir hoy. ¿Sabe? Éramos amigos, muy amigos los tres.

La buena educación y la congoja de la señora me impidieron decirle cuatro frescas ahí nomás. “Era mi novia desde primer año, vos me la robaste, grandísimo atorrante”

La señora sacó un pañuelo y fue a cerrar los postigones. Afuera parecía de noche. Se escuchaba el golpe de una ventana. Ella pidió disculpas y subió.

Después de tomar el café y conversar, la mamá de Susana al parecer, necesitaba

desahogarse, partimos nuevamente.

 

La lluvia había cesado y las nubes se estaban yendo. Hacía frío.

Pensé “ella me dijo que no me equivocara, que era Haedo, que yo siempre me bajaba una antes, y ahora está muerta”.

Esta vez cada uno tomó para lados contrarios aunque sabíamos que nos veríamos de nuevo en la estación. Pero él iría hacia Moreno y yo hacia la Capital. Ambos pensaríamos lo mismo durante el trayecto.

Eso teníamos en común.

 

Al verlo nuevamente en el andén se me ocurrió que éramos uno donde convivían dos hombres: el que la amó y el que la abandonó.

El cielo se oscureció por segunda vez en el día.

“Todo esto es una mierda” pensé y corrí hasta la punta de la estación. Alcancé a cruzar delante del tren. Los pocos transeúntes me miraban sorprendidos. Escuché al pasar: “¡Qué irresponsable!, así suceden los accidentes”

Lo llamé cuando estaba por subir y se dio vuelta. Sus ojos denotaban compasión. Las puertas se cerraron detrás de él.

El vendaval arreció de nuevo y esta vez con más fuerza.

 

Kika

2009