MUÑECA SIN NIÑA
En
la calle Salta existen desde tiempo inmemorial las llamadas “Clínicas de
muñecas”
Margarita iba con su mamá todos los viernes a almorzar con
su tía Ester que vivía en el barrio de Montserrat. A la niña, que en ese entonces
tendría unos siete u ocho años le encantaba caminar unas cuadras por esa calle
para contemplar las vidrieras de los negocios donde “curaban a las muñecas”. A
instancias de ella su madre accedía a bajarse antes del colectivo y hacer
caminando un tramo para darle el gusto. La nena gozaba frente a esos negocios
misteriosos donde nunca entraba ni salía nadie. Siempre oscuros, parecían
eternamente cerrados porque tampoco se veía gente adentro. El polvo del tiempo
había uniformado todo lo que se veía (muñecas viejas, sillones, pequeños
muebles y algunos libros) con una pátina gris claro.
Pero también sufría, se le notaba en sus ojos, sobre todo
cuando posaba sus ojos en una vieja Shirley Temple, muñeca muy de moda a fines
de la década del treinta que se caracterizaba por poseer una hermosa cabellera
rubia y rizada así como la de la actriz que llevaba su nombre.
Margarita miraba con deseo el vestido descolorido y roto.
Lo encontraba encantador y la transportaba a épocas muy antiguas que sólo podía
ver en el cine. A la muñeca también le faltaba un pie y tenía los ojos vacíos.
La madre la dejaba un rato pero después empezaba a
impacientarse.
-Nena, vamos, llegaremos tarde a lo de la tía.
Margarita se ponía muy triste al pensar que hasta la semana
próxima no podría ver de nuevo a su amada muñeca.
-Un ratito más, mami.
-Hija, el negocio es un asco, debe de haber un olor a
humedad adentro y todo está desvencijado.
-Pero a mí me gusta.
-Los abuelos te van a regalar una muñeca como la gente.
Margarita sabía que eso era verdad. Ya sus abuelos le
habían dicho que fuera a elegir su muñeca al negocio de Mariquita Pérez, en las
Galerías Pacífico. Por supuesto la niña ya había ido. En una enorme vidriera
que ocupaba toda la punta de la salida por la avenida Córdoba, decorada
primorosamente, se veían todas las Mariquitas Pérez, rubias, castañas y
morochas, jugando, tomando el té. Algunas sentadas en hamacas parecían pequeñas
señoritas que conversaban. Había roperitos con vestuarios completos.
Frente a esto Margarita también disfrutaba como nunca. Era
una delicia verlas tan bien vestidas y con los cabellos relucientes. Pero al
cabo de un tiempo su carita se ensombrecía recordando a su muñeca. A pesar de
que su madre le contaba que las Shirley Temple eran de muy buena calidad no
podía entender por cuál motivo la suya había llegado a tal estado. “Su dueña
debe de haber sido una niña muy mala para maltratarla así” pensaba. “Si yo la
pudiera tener en mis brazos la querría como me quiere mi mamá”.
Por fin llegó el día del cumpleaños de Margarita. Ese día
sus abuelos la invitaron a su casa y no bien entró en el departamento encontró
a la Mariquita Pérez sentada en un ángulo del gran sillón del living. Tenía el
cabello color castaño y los ojos azules. Vestía una solera de rayas blancas y
rojas y de un dedito colgaba el anillo de oro que su padre le había prometido.
Margarita corrió a tomarla en brazos y se extasió
contemplando los vestidos y los zapatos que había en una caja celeste, también
sobre el sillón. Se puso el anillo que llevaba grabado su nombre. Su familia la
miraba enternecida. La mente de la niña voló por un segundo a la vidriera de la
calle Salta y dejó escapar una lágrima. Su hermana mayor se acercó emocionada y
le tendió un pañuelo. Todos pensaban que la niña era extremadamente sensible,
que todo ese agasajo la había emocionado y trataron de consolarla.
La única que intuyó algo fue su madre que evitó mirarla
directamente a los ojos. Margarita lloró por su muñeca rubia de mirada vacía:
su muñeca sin niña.